Rutinas
poco precisas que arruinan mis mañanas, hace años no había observado en Maine
revuelo semejante. A pesar de la subjetividad de la palabra rutina mi
definición de la misma no era algo exacto ya que, en un trabajo como el mío,
era el asombro el mayor componente, y en las rutinas “normales” no es un
elemento disponible, o eso pienso yo. Pero ese día ese asombro tornó a una enorme
preocupación, y luego a un intercambio de roles.
Nueve
años, hallada a las siete del corriente día, heridas de cuchillo en pecho y
rostro, cubierta por hierba escasamente, como si desearan dejarla expuesta,
como una pista descifrable de un enorme rompecabezas llamado crimen. Fue
identificada como Lorena Benett, residente de las afueras de Portland, nada
repercutía en mi mente como motivo al leer sobre la vida de la jovencita,
alumna promedio, padres con aparente normalidad conservadora.
Desapareció
una calurosa tarde de julio, en las orillas de la costa, donde paseaba con su
hermana, nadie vio en que momento se esfumó de la tierra así como si nada.
Lo
más impactante de estos nuevos casos era la dificultad que me planteaba la vida
para ser insensible frente a ellos, arrojaba un par de lágrimas y volvía a la
acción con la misma cara de póker absurda y profesional que exigen en mi día a
día.
Algunos
días pasé horas deliberando acerca de cosas inciertas. Nunca pude fijar con
exactitud el momento en el que comencé a sentir, a sentirme susceptible. Y con
susceptible no me refiero a rarito que necesita un poco de atención, con ello hago
referencia a una percepción diferente.
Creo
que me afectan las cosas mucho más que a otros, pagaría fortuna por poder
tomarme la vida a la ligera, pero no es así, sufro más de la cuenta, por mí y
por ellos, cada pequeño y minúsculo ser de este nuestro mundo. Pensaba en Janice, y en lo que sería de mí frente
a una catástrofe así, porque no era nada para minimizar, tres casos en un mes,
de características similares, Elena y Lisa con anterioridad. Y de tanto
aferrarme a sus historias terminaba sintiéndome el capítulo culmine, sus
últimas esperanzas para descansar en paz y para que así lo crean sus familias,
pues pase lo que pase, seguían bajo tierra pero la impotencia debía ser domada
por una fuerza llamada justicia, y ahí ejercía yo con bastante seguridad mi
papel.
Ni la
menor pista visible, uno de los asesinos en serie mas efectivo que había visto,
si con efectivo me referiría a no tener evidencia, o al menos notable.
Un
arduo mes de investigación y apenas si podíamos fijar una fecha para la
desgraciada fortuna de la niña. Me harté
de tanta paciencia, de esperar siglos hasta que un maldito ADN cambie las cosas
en un porcentaje mínimo.
Por
un segundo mientras bebía mi café matutino me asombré revisando expedientes,
uno por uno, asesino por asesino, formas de actuar, pistas hasta en la corteza
cerebral.
De
brusco derramé una gota de café sobre aquella fotografía mal fotocopiada.
William Jay Walker. 49 años, síntomas psicopáticos. Una loca idea remontó vuelo
en mi mente y se posó allí para quedar para siempre.
¿Quién
mejor para entender a un asesino que otro asesino?
Clandestinamente
me dispuse a corroborar si esta pregunta podría transformarse en afirmación,
tenía pues a la mano toda la data necesaria.
Penitenciaría
de Cold Mountain. Ni un segundo para esperar.
Tomé
arrebatadamente las llaves de mi antiguo Chevi y sin plan alguno, tomé rumbo
hacia allí.
William
no mostraba ninguna anomalía en su comportamiento, era una persona amable, y
bastante expresiva, sin problema alguno se dispuso a ayudarme, nunca entendí si
fue un modo para sus pensamientos de aplacar la culpa, pero esperen, un
psicópata no siente remordimiento.
Fría
y detalladamente intenté describir lo que más recordaba, esos cuerpos, frágiles
y gélidos posados sobre una banquina sin vida, sus nombres, sus facciones.
Mientras
apoyaba la punta de mi bolígrafo sobre mi block de notas levanté la vista, lo
miré unos segundos y exclamé ansiosamente; ¿Coincidencias?
Para
empezar diremos que son tres niñas, de edades medianas, a las cuales no se les
puede tener rencor por mas malo que sea su pecado. Sumado, veintinueve. Cuyas iniciales son L, E, L. Lo que da…
veintinueve. Si multiplicamos por dos, doce, cinco, doce… veinticuatro, diez,
veinticuatro.
Murmuró
los números como si fuera su cálculo mental expresado livianamente en el
aire.
Imposible.
Afirmó
abriendo los ojos, parecía que un vago recuerdo invadía su inconsciente. Al
preguntarle que sucede, no tuvo mas remedio que decir:
He vuelto, y ni siquiera sé como.
Y se
echó a llorar con un desconsuelo no antes visto. Hice memoria de haber leído en
su historial, Lindsay, Erica y Lina. Iniciales iguales, edades iguales. Lo
miré, buscaba respuesta a algo que había tomado rumbo hacia algún sitio lejano
a mis manos.
William,
necesito tu ayuda, trata de ser conciso.
Sin
siquiera despegar la vista de la mesa dijo:
Veinticuatro,
diez, veinticuatro.
¿Qué?
Ordena
numéricamente las letras del alfabeto.
A
ver, W, J, W.
Juro
no haber hecho nada.
Desperté,
no sabía si el sol de la madrugada estaba allí para decirme buenos días, o como
burla y demostración de que varios tendrían un día mejor.
Revisé
a todas las personas con las iniciales W.J.W a lo largo del estado de Maine, y
nada, ninguno de ellos no era ni mínimamente sospechoso. Respiré hondo cuando
Jack irrumpió con un grito desaforado en mi oficina:
- Lo
tenemos.
- ¿Qué?
-
Jonathan Parker, se entregó.
¿W.J.W?
dije a mi mismo.
¿Cómo….?
Quiero verlo.
Al
hablar con el chico, temblaba. No cabía en mi mente la posibilidad de que él
fuera un asesino original. Se tendió sobre la mesa, lloró. Sólo un fan, una
persona con debilidades en su moral que intenta ser original igualando a
hombres con problemas reales, ¿un chiste? No, una obsesión.
Confirmé
esto al quedarme callado diez minutos y escucharlo susurrar un escaso “lo
siento”.
Y
sería imposible que él iguale a William, pues los psicópatas no sienten
remordimiento.
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